Morir hervido duele

18/09/20

En 2016, un vegano nos escribió a las redes de zafrán para cuestionarnos el uso de la miel. Nos trató casi de esclavistas de abejas. Nos impresionó bastante y reaccionamos ambiguamente. Un poco nos descolocó. Otro poco nos dejó pensando. Hoy (aunque hay diversas posturas en el equipo) el veganismo forma parte de nuestro diálogo interno y próximamente lanzaremos nuestras primeras barras veganas. Hoy creemos que comer mejor es antes que nada una celebración compartida, placentera y consciente de todos los procesos detrás de un bocado. Por eso consumimos y producimos alimentos considerando su impacto económico, social, ambiental, la salud de las personas y el interés de los animales. También estamos de acuerdo en que muchas de nuestras costumbres, como hervir langostas vivas, no están bien. Esta nota trata sobre un caso emblemático: el único animal que la humanidad sigue matando en sus cocinas y restaurantes.  Pero pretende pensar, por extensión, toda la relación humana con las demás especies animales.

Suiza se transformó en 2018 en el primer país del mundo que prohibió que las langostas sean introducidas con vida en agua hirviendo, en base a estudios que indican que los crustáceos sienten dolor. Según la nueva norma, antes de ser arrojadas a la olla deben ser aturdidas de modo que su muerte resulte más rápida e indolora. Cada cocinero puede optar entre la destrucción mecánica del “cerebro” de las langostas (hay prácticos tutoriales en youtube que explican cómo incrustarles un cuchillo en la parte superior de los ojos) o una electrocución administrada por el dispositivo Crustastun (un utensillo exclusivo que cuesta 3400 USD).

Esta vanguardista ley de protección animal es la excepción de la regla. Logra, aunque sea, mover a la Langosta a un círculo del infierno un poquito más benigno. Las demás legislaciones del mundo no consideran que haya pruebas concluyentes sobre la capacidad de sufrir de las langostas. Ergo, no vale la pena tomarnos la molestia de cambiar la receta tradicional. En países como el nuestro está muy bien arrojarlas vivas en la olla de agua hirviendo y mirar para otro lado durante los 50 segundos que tardan en morir tratando de destapar la olla con sus pinzas . Es una costumbre universal que responde a razones de frescura y buen gusto.

La misma comunidad científica que no se pone de acuerdo sobre la incidencia humana en el cambio climático, es incapaz de probar fehacientemente el dolor de las langostas. El desafío es complejo porque el sufrimiento es una experiencia subjetiva, los crustáceos no hablan, su anatomía no coincide con la de los mamíferos superiores y hay una industria en el medio. Todos estos motivos tornan el asunto abstracto y metafísico, casi como esas discusiones de la Junta de Valladolid que en 1550 trataban de dilucidar si los indígenas tenían alma.

En lo único que se pusieron de acuerdo los especialistas hasta ahora es en los criterios a considerar para saber si una criatura puede sufrir. Primero si la anatomía del sistema neurológico (con dispositivos asociados como el cerebro central, columna dorsal, receptores y demás componentes) supone una mecánica del dolor. Segundo, si la criatura demuestra un comportamiento asociado al dolor.

Dos gritos

De un lado, estamos los que vemos que las langostas sufren y preferirían no ser hervidas. Los estudios dirigidos por Robert Elwood, profesor de Universidad de Belfast, comprueban que las langostas protegen extremidades heridas y evitan zonas donde sufrieron, demostrando comportamientos asociados al sufrimiento. En esta línea otras investigaciones muestran que las langostas detectan cambios de tan sólo un grado en las temperaturas de las aguas para guiarse en sus ciclos migratorios y se trasladan varios kilómetros buscando aguas más agradables. Claro que hay muchas otras observaciones al alcance de todos sobre la sensibilidad de los crustáceos. Basta mirar a los cangrejos huyendo desesperados de las parrillas en Singapur o las langostas tratando intentando destapar la olla con sus pinzas. Basta mirar cualquier tanque de langostas para ver cómo buscan la oscuridad. Basta averiguar el motivo por el que atamos sus pinzas en cautiverio (evitar que se ataquen unas a otras por el estrés del amontonamiento) para saber que prefieren la soledad.

Del otro lado, están los que sostienen que no podemos antropomorfizar una langosta, que no tienen en su extraño cerebro una región asociada al dolor. Joseph Ayers profesor de Ciencias Marinas y ambientales de la Universidad de Northeastern Boston, sostiene que la fisiología de las langostas no les permite sentir dolor ya que evolucionó siendo tragada entera por sus depredadores (por lo que el dolor no resultó funcional a su supervivencia). Quizás sea pertinente mencionar que Joseph es hijo de un pescador de langostas. En sintonía, todos los profesores del Instituto de la Langosta de la Universidad de Maine sostienen que el sistema nervioso de la langosta es muy primitivo para sentir dolor, que sus movimientos en la olla son actos reflejos. Quizás sea pertinente aclarar que Maine viene desarrollando la industria de la langosta desde 1840, cuando era un alimento tan abundante como barato percibido casi como una maloliente cucaracha de mar rica en proteínas. Tan mala fama tenía que en algunas colonias penitenciarias estaba prohibido dar de comer langosta más de una vez por semana porque se consideraba un acto de crueldad, casi como obligar a los presos a comer ratas. En ese tiempo se cocinaba muerta y se envasaba como conservas, en sal o en toscos frascos herméticos que se llevaban a todos los rincones de EEUU como combustible humano. Hoy, se comercializa viva y Maine es prácticamente la capital de la langosta de un país (EEUU) que hierve vivas alrededor de 20 millones anuales.

Hablemos de Langostas

El magistral texto de no ficción de David Foster Wallace, Hablemos de Langostas, nos transporta al Festival de la Langosta. Todos los veranos, a fines de Julio, cuando las langostas se muestran activas en aguas poco profundas y son más fáciles de atrapar, florece el pomposo encuentro que hermana a las dos industrias principales de la región costera media de Maine: el turismo y la langosta.

Cuenta Wallace que hay conciertos, concursos de belleza, desfiles, carreras, souvenirs (como camisetas con langostas, juguetes inflables con forma de langosta, gorros con pinzas de langostas) y un sinfín de pequeños entretenimientos. Pero el corazón del festival es la Gran Carpa Comedor donde se comen más de 12 mil kilos de langosta recién pescada. La cola para entrar parece la de un juego de Disney. Todos quieren ver la Olla para Langostas Más Grande del Mundo, que puede procesar hasta 100 langostas a la vez. Los barcos amarran en muelles cercanos al recinto, donde se descargan las langostas para luego trasladarse en carretillas, 150 metros, hasta los grandes tanques transparentes alrededor de la Olla.  Frente a semejante espectáculo, el ensayista se pregunta si está bien hervir langostas, si los humanos del futuro no juzgarán que es tan cruel como el circo de Nerón.

Wallace describe con tanta maestría como empatía el momento en el que se introduce una langosta aturdida en agua hirviendo: “…suele volver alarmantemente a la vida cuando uno la mete en agua hirviendo. Si uno está volcando el recipiente dentro de la olla humeante, a veces la langosta intentará agarrarse a los lados del recipiente o incluso enganchar las pinzas en el borde de la olla como una persona que intenta no caerse desde el borde de un tejado. Y es peor cuando la langosta está completamente sumergida. Hasta cuando tapas la olla y te das la vuelta, por lo general puedes oír el repicar y el claqueteo de la tapa mientras la langosta intenta levantarla a empujones. O bien las pinzas de la criatura arañan los costados de la olla mientras se retuerce. La langosta, en otras palabras, se comporta más o menos como nos comportaríamos ustedes y yo mismo si nos echaran en agua hirviendo (con la excepción obvia de gritar). Una forma menos delicada de decir esto es que la langosta actúa como si estuviera sintiendo un dolor terrible, lo cual provoca que algunos cocineros tengan que salir de la cocina y llevarse con ellos uno de esos pequeños relojes de horno de plástico a otra habitación y esperar allí hasta que todo el proceso haya terminado.”

Mitad crónica que piensa, mitad ensayo que cuenta, el texto tiene la fuerza de dejarnos pensando en el sufrimiento de la langosta y del resto de los animales que matamos para comer. ¿Por qué nos incomodan tanto los cuestionamientos veganos sobre el sufrimiento animal? ¿Por qué tendemos a ridiculizar estas críticas? ¿Cuánto influye la conveniencia egoísta de seguir comiendo lo que nos gusta o produciendo lo que nos resulta más fácil? ¿Qué significa ser un “Gourmet” en estos tiempos? ¿Es una cuestión que se agota en la sensualidad individual del bocado, en saber señalar una langosta y esperarla en la mesa con una servilleta en el cuello?

 

 

 

https://www.animanaturalis.org/p/1146/sienten-dolor-las-langostas

 

 

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