Hace un par de semanas en el 3er Congreso de Nutrición de la Asociación Argentina de Dietistas y Nutricionistas Dietistas (Aadynd) presenciamos una entrevista a Patricia Aguirre y nos llevamos un ejemplar dedicado de su último libro para la biblioteca de zafrán. Compartimos una reseña con ánimo de recomendar la lectura de una obra exquisitamente conceptual, elevadamente ética, minuciosamente documentada y apasionadamente movilizadora.
Un antes y un después
La hipótesis central del libro es que estamos devorando el planeta, que nuestro extractivismo desenfrenado no le da tiempo a los ecosistemas de recuperarse, que comemos mal desde todos los estándares, ecológicos, económicos, culturales y nutricionales. “Si el plato está atravesado de relaciones sociales, cada mordisco es un voto, con cada elección alimentaria fundamentamos el sistema social que trajo esos alimentos y preparaciones al plato (…) con nuestro comer producimos el mundo que nos hace comer de esa manera”, enseña Patricia Aguirre.
De este modo, la elección de nuestra comida (“votamos con la boca”) se conecta con la crisis total del mundo, invitándonos a la reflexión y al cambio de las tendencias dominantes pero aclarando, a la vez, que el sujeto vota siempre sujetado. El texto sabe desnudar que en realidad no hay tantas opciones, que no somos comensales tan flexibles, independientes, espontáneos y autónomos como el mercado nos quiere hacer creer. En este sentido dice que es precisamente un rasgo de nuestra cultura globalizada la valoración de la originalidad sobre la norma. Hoy el mercado alienta la ficción del consumo libre y desordenado sobre los rituales sociales de la comensalidad (como las cuatro comidas familiares de nuestros padres). Pero siempre “el mundo nos hace comer de una manera”. Hoy nos venden que comemos cómo y cuándo se nos antoja. Pero aunque un día pidamos sushi, otro probemos ayunar, otro picoteemos un snack y después se nos ocurra cocinar vegano, las tendencias son impersonales y la alimentación es un hecho social, producto y productor de relaciones sociales. Siempre (hasta cuando picoteamos a sólas a las 3 de mañana) elegimos como sujetos históricos, condicionados por creencias, por la pertenencia a un grupo, por una oferta cada vez más limitada de la industria alimentaria, por un bolsillo, por un entorno diseñado por los Estados con sus políticas.
De esta forma, y como buena antropóloga, la autora explica que comer implica siempre al Otro (en la misma etimología de la palabra) y a una cultura, en un aquí y un ahora. “Aprendemos a comer como aprendemos a hablar”, ilustra. Comprender que comer no se reduce a algo biológico, geográfico, ambiental o económico (sino que también es un hecho social e histórico) sirve para desnaturalizar el fenómeno y, en el mismo movimiento, tomar consciencia de que puede cambiarse.
El análisis de Patricia Aguirre desnuda la inmensa responsabilidad de las empresas y los gobiernos en la mala alimentación, sin reducir toda la culpa a estos actores que también son parte de un sistema amalgamado por creencias. Es interesante cómo articula la influencia económica con la cultural, que incluye valores, estilos de vida, usos del tiempo, roles, maneras de hacer y de habitar. Y en el centro de esta lógica de relaciones sociales, su diagnóstico ubica al ídolo del dinero. El lucro, la lógica de la ganancia o acumulación capitalista, explican buena parte de la mala alimentación, sus métodos de producción, su logística y transporte, la apertura de subsidiarias, filiales, fusiones, adquisiciones o conversiones y el desarrollo de productos reducidos a mercancías comestibles. Los ultra-procesados con exceso de químicos, productos nocivos (y defecto de nutrientes) crecen simplemente porque dejan más ganancia.
El texto, bien basado en documentación, detalla que apenas 250 empresas o grandes holdings dominan el negocio de la industrialización mundial de alimentos. Explica que este poder se materializa a través de la publicidad, de héroes deportivos y estrellas de cine comiendo chatarra, que saben mostrarnos valores coherentes con el espíritu de la época, la rapidez, salud, sabor, practicidad, distinción que justifican las elecciones. Porque no sólo la antropología sino también el marketing entienden que no comemos sólo para alimentarnos sino que esa comida tiene sentido en el marco de representaciones sociales acerca de quiénes somos y por qué estamos aquí. Y en tiempos sin grandes relatos una de las cosas que sabemos es que estamos a las corridas.
El abordaje sabe bailar entre el terreno de las prácticas y el de las consciencias, desnudando mecanismos de poder que también conocen esa dialéctica. Con esa lógica, la presión de la industria (ejemplificada con casos del mundo y del país) no sólo recae sobre “los consumidores” sino que se extiende a las políticas de los Estados y la legislación a través de lobby para externalizar sus costos. Esta complicidad entre industrias y gobiernos explica buena parte del problema. Los políticos cortoplacistas necesitan votos (hoy) y cobrar impuestos (hoy). Los ceos necesitan rendir cuentas (hoy) a un directorio que sólo mira el lucro de los accionistas. Entonces, ¿a quién le importa si mañana los hospitales se llenan de enfermos o los mares de plásticos? Esos costos sociales, sanitarios y ambientales no los pagan las trasnacionales sino todas las personas. “Si cada productor debiera afrontar los costos ecológicos y sanitarios que su explotación produce y son externalidades en su contabilidad (porque los pagan otros), seguramente modificarían su privada y los costos sean públicos, difícilmente cambien esas prácticas”.
¿Quiénes pagan el pato de la boda?
¿Qué significa externalizar costos? Fundamentalmente que otros pagan el lucro individualista de las empresas de comestibles que no alimentan. ¿Quiénes pagan concretamente el negocio de los ultraprocesados o la agroindustria que signa este sistema alimentario global? Hoy lo pagan 2000 millones de personas con sobrepeso, porque “si en el pasado los pobres eran flacos hoy es más probable que sean gordos”. Hoy (aunque producimos 30% más de lo necesario para alimentar a todas las personas del planeta), lo pagan 900 millones de desnutridos que demuestran que no hay un problema de productividad y necesidad sino de distribución, acceso, modos de consumo y derechos sociales que legitiman qué puede comer cada quien. Hoy lo pagan los enfermos ya que el 60% de las enfermedades occidentales tienen base en la mala alimentación. Hoy lo pagamos todos con 5 años menos de vida. ¡5 años de vida nos cuesta a cada persona! Es lo que estima la Organización Mundial de la Salud que vivirá esta generación respecto a la anterior. Porque “comemos como vivimos y nos enfermamos como comemos”. Pero no sólo lo pagan los humanos. Hoy el negocio lo pagan los ecosistemas y muchísimas especies animales y vegetales. Miles que mueren quemadas por segundo mientras las tierras productivas avanzan sobre humedales.
Esta misma lógica que hace que comamos únicamente lo más rentable atenta contra la diversidad nutricional, la biodiversidad y lo diferente. “Lo que comemos no es nuestro. Atravesado de relaciones sociales, es chismoso, cuenta quiénes somos, quiénes queremos ser y a quién le apostamos una fichas para el futuro si tenemos nostalgia de pasado, o trabajamos por otro orden en el mundo con pretensión de ser el único posible y vacío de alternativas, donde lo diferente muere”. Porque no sólo matamos lo que sembramos o criamos, sino en el mismo movimiento, también matamos lo que no sembramos ni criamos.
La entronización del modelo extractivista de agricultura se basa en la aniquilación de lo menos rentable. Por un lado, avanza sobre los ecosistemas que prestan servicios ecosistémicos más importantes que la producción agrícola, tales como contener el agua para que no haya inundaciones (humedales) o promover de diversidad (selvas). Por otro, los paquetes tecnológicos integrados por transgénicos, herbicidas y fertilizantes matan a toda la competencia del cultivo en las tierras “ganadas” y reducen las variedades cultivables. Esto explica que hoy 3 cereales (trigo, arroz y maíz) provean más de la mitad de las proteínas vegetales consumidas en el planeta. O que la pérdida de diversidad avance incluso dentro de esas especies. Por ejemplo, en Estados Unidos en 1903 se plantaban 307 variedades de maíz dulce, hoy con los transgénicos se redujeron a 5. Hoy sólo 20 especies de plantas proveen el 90% de los consumos mundiales (habiendo 30.000 plantas comestibles, 7.000 que fueron designadas como comida y 300 que alguna vez fueron cultivadas).
¿Cómo cambiar?
La premisa del libro es simple y contundente: comer así no es sostenible. Pero el recorrido no se limita a señalar lo que está mal en nuestra alimentación sino que, al mismo tiempo, propone caminos superadores y es en sí mismo una búsqueda ética, de una alimentación más verdadera, justa, nutritiva y sostenible. La buena noticia es que toda la lista de problemas puede resolverse cambiando nuestra lista de compras. Y los individuos (aunque sujetados a una historia y una sociedad) también podemos meter bocado en la solución sistemática. Los ciudadanos votamos fundamentalmente por la boca y el peso de millones de individualidades puede modificar instituciones.
Si exigimos a los gobiernos y a las empresas, desde todos los niveles, si dejamos de tragar irreflexivamente, si consumimos responsablemente, si elegimos qué comer según el impacto de nuestra comida en nuestra salud, en la sociedad y la naturaleza, si repensamos nuestros valores, aún podemos tener un buen futuro en la tierra. La pregunta no es si es posible sino si estamos a tiempo de cambiar el mundo cambiando nuestra alimentación.
Se trata de cambiar la alimentación para cambiar el mundo y de cambiar el mundo para cambiar la alimentación, de desplazar al capitalismo del lucro como eje integrador de las sociales, de generar valores que provean un cambio de mentalidad. Porque la lucha debe darse en todas las dimensiones. No alcanza (es necesario pero no suficiente) hacer un listado de políticas públicas, invertir en educación alimentaria, regular la pesca, incentivar la agroecología, el comercio justo, buenas prácticas, consumo responsable y tomar medidas para atenuar los efectos del cambio climático. Se trata también de cambiar los encuadres valorativos de lo posible, lo deseable, lo saludable, de cambiar la lógica de las relaciones sociales. Tomar consciencia del peligro que corremos si esto avanza en la misma dirección es importante para querer cambiar. Tomar consciencia de que para sobrevivir el planeta debe dejar de ser un shopping para pocos, de que debemos producir nuestra comida con sustentabilidad, distribuirla con equidad y consumir en comensalidad. Para que haya un futuro hay que cambiar ¡YA!
Más sobre este libro: https://www.unsam.edu.ar/tss/patricia-aguirre-debemos-cambiar-nuestra-manera-de-consumir/
Notas relacionadas: https://www.zafran.com.ar/responsabilidad/por-un-sistema-alimentario-diferente/