La tierra es como una calesita que gira alrededor del sol. La humanidad recién se sube. Y si no deja de portarse mal podría bajarse pronto. Según las enciclopedias, el planeta Tierra tiene 4600 millones de años. Las plantas aparecieron hace 450 millones de años. Y las sociedades agricultoras humanas se metieron en esta historia hace apenas 10.000 años (muy poquito). Sin embargo, en los últimos 250 años (nada) la actividad humana (¡la nuestra!) alteró toda la fisonomía, el clima y la historia evolutiva de las especies.
En un milisegundo cósmico, desaparecieron 571 especies de plantas y un tercio de los árboles del mundo quedaron en riesgo de extinción. Desde la Revolución Industrial, deforestamos más de 1.3 millones de kilómetros cuadrados (el tamaño de Sudáfrica). La biodiversidad se redujo a tal punto que sólo 3 cereales (trigo, arroz y maíz) proveen hoy más de la mitad de la proteína vegetal consumida en todo el planeta. Y sólo 20 especies de plantas proveen el 90% de los consumos mundiales (¡habiendo 30.000 plantas comestibles!). Con los transgénicos la razia siguió adentro de las especies. Por ejemplo, en Estados Unidos en 1903 se plantaban 307 variedades de maíz dulce pero hoy con los transgénicos se redujeron a 5*.
Los números anteriores dimensionan nuestro impacto en el reino vegetal, la columna vertebral de los ecosistemas que acarrea la extinción de muchas especies animales. Pero ¿Cómo se explica el fenómeno? ¿Cómo una manada de monos evolucionados recién bajados de los árboles pudieron destruir en tan poco tiempo la biodiversidad que la naturaleza generó en millones de años?
Evidentemente somos un animal peculiar. En nuestra breve historia nos autodefinimos como animales tecnológicos, políticos, racionales simbólicos y culturales. Pero quizás sirva detenerse en otra particularidad: somos el único animal que se cuestiona el sentido de la vida. ¿Será que la naturaleza también fue sabia dándonos esta posibilidad? ¿Será que el problema fue que no supimos dirigir nuestras magias con la barita del “para qué”?
Lo cierto es que los últimos siglos pusimos toda la inteligencia y la ciencia para competir por el lucro. Desde cuentos de cuna hasta postgrados universitarios nos enseñaron que habíamos venido al mundo para ganar más plata y comprar más felicidad. Todo se redujo a esta mirada individualista. Los mandamientos quedaron reducidos a “amar el capital sobre todas las cosas”. Los negocios, a maximizar beneficios y reducir costos (aunque implique exteriorizarlos). El ocio, a un consumo hedonista de consuelos existenciales. Así desmontamos, incendiamos y arrasamos con la tierra. Así, construimos inmensas máquinas para fumigar las “malezas” que competían con nuestros cultivos. Así, eficientemente eliminamos la competencia en todos los niveles.
Esta miopía egocentrista nos trajo a éste duro presente, con inestabilidad económica, social, ambiental, bélica y sanitaria. Hoy los noticieros dividen su tiempo entre ferias con robots inteligentes, balsas llenas de personas que naufragan en el mediterráneo y mísiles lanzados al “Pacífico”. Hoy, con tanta inteligencia artificial y tan poca sabiduría real, quedamos al borde de definirnos como el animal bomba atómica.
¿Estamos a tiempo de detener este modelo destructivo que amenaza nuestra propia existencia? Definitivamente sí, porque hoy es siempre todavía. Todavía podemos promover nuevas formas de relacionarnos con nosotros mismos, la naturaleza y las personas. Todavía podemos remontarnos a nuestras raíces en búsqueda de un propósito que guíe nuestros poderes. Todavía corre sangre por nuestra venas y (como en todas las especies) nos tira a persistir. Todavía tenemos el don de la palabra para convencer al resto de que es más sensato encontrar un nuevo plan que un nuevo planeta.
Un plan a base de plantas
En el mundo existen dos ciencias, una mercenaria y otra virtuosa.
La primera está al servicio del negocio de sus mecenas (como la poderosa industria armamentística, farmacéutica o alimenticia) y sólo profundiza los problemas. Es, por ejemplo, la que empeoró la alimentación en los últimos 50 años, diseñando ultra-procesados repletos de símil alimentos baratos, químicos e ingredientes nocivos que llenaron bolsillos de accionistas y hospitales de personas. Es, también, la que desarrolló los paquetes tecnológicos compuestos por herbicidas, pesticidas y transgénicos, que en nombre de la productividad inmediata redujeron la vegetación, calentaron el planeta, erosionaron suelos y agravaron las desigualdades.
La segunda está al servicio de las personas y el cuidado de la Tierra. Aquí se ubican expertos de los 193 países de la Organización de las Naciones Unidas, una gran comunidad científica que coincide en el diagnóstico y propone un plan de salida. De este lado, el Panel Intergubernamental de Expertos por el Cambio Climático 2023 (IPCC) presentó un informe contundente con recomendaciones para mitigar y compensar daños. En resumen, sostiene que la actividad humana provocó el cambio climático y que “limitar el calentamiento requiere transformar a gran escala nuestra relación con la biosfera, y los sistemas agroalimentarios, forestales y naturales son la espina dorsal de una acción climática justa, eficaz y equitativa”.
El plan propuesto requiere un cambio sistémico, que incluye la voluntad de líderes para reorientar las políticas públicas, un nuevo marco legal para los negocios y un cambio cultural profundo. Pero no sucederá de manera sincronizada después de un silbatazo. Los procesos históricos son dialécticos, con desvíos y rulos dolorosos. Ante la demora de los gobiernos y el crecimiento de los eventos extremos que afectan a los pequeños productores, la convocatoria a la sociedad civil para detener la expansión de la frontera agropecuaria ya está abierta.
¿Qué puede hacer la ciudadanía para detener avance sobre la biodiversidad? ¿Qué puedo hacer yo? Todas las personas podemos exigir leyes de cuidado que limiten la ambición agroindustrial o protestar por las iniciativas que profundizan el modelo extractivista (como por ejemplo la temeraria aprobación del primer trigo transgénico en Argentina). Podemos votar políticos que consideren una agenda sustentable. Podemos emprender o trabajar en empresas con buenos propósitos. Podemos comer mejor (¡votamos con la boca 4 veces al día!). Podemos impulsar el cambio de paradigma de innumerables formas, revalorizando el rol de los pueblos indígenas, abriéndonos a otras culturas, imitando a la naturaleza, preguntándonos por el sentido de la vida, extendiendo el mensaje, cambiando competencia por colaboración, midiendo nuestro impacto. Podemos reducir el consumismo desbocado y hacerlo responsable. Podemos pensar qué otras cosas podemos hacer.
¿Qué podemos hacer quienes producimos alimentos? Los expertos del IPCC alientan las prácticas agroecológicas y fomentan las “dietas equilibradas”, basadas en alimentos de origen vegetal –cereales integrales, legumbres, frutas, verduras, frutos secos y semillas– y donde los alimentos de origen animal provienen de sistemas resilientes, sostenibles y de bajas emisiones. Sugieren aprender a imitar a la naturaleza, para adoptar modelos más respetuosos con el suelo, como los agroforestales. Recomiendan buenas prácticas como mantener coberturas vegetales, rotar cultivos en espacio y tiempo, integrar animales y cultivos, entre otros manejos que ayudan a mantener e incrementar el carbono orgánico (y así revertir la compactación y erosión del suelo). En definitiva, podemos producir sin matar la biodiversidad, ni entorpecer la regeneración de la naturaleza.
El plan es cambiar la alimentación para cuidar la tierra y cuidar la tierra para cambiar la alimentación. Si seguimos avanzando en la dirección del lucro, pateando plantas, patentando transgénicos y tragando a todo bicho que camina, el futuro es sombrío. Si elegimos el plan fraterno y colaborativo, de buenas prácticas y consumo responsable, aún hay esperanza. Todavía podemos evitar quedar en el registro de la luz como la especie más pava de la tierra. Todavía podemos torcer ese destino, elegir qué hacer y qué ser: el animal bomba atómica o uno digno de su Madre Tierra.
*Fuentes de datos
-Patricia Aguirre, Devorando el Planeta, Capital intelectual, 2022.
-El reporte Estado de los árboles en el mundo, elaborado por Botanic Gardens Conservation International (BGCI).
-Estudio global publicado en la revista Nature, Ecology & Evolution, por investigadores del Jardín Botánico Real Kew de Inglaterra y la Universidad de Estocolmo.
Más idea para actuar: Las medidas con mayor potencial de acción climática del sector de la agricultura, silvicultura y otros usos de la tierra – Climática (lamarea.com)
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